09 agosto 2006

Las lágrimas del mar



Llegaron de noche, cuando la inocencia dormía, las medusas.

Sigilosas y aisladas, como perdidas, ajenas, se posaron en la arena de la playa. No les dio importancia, había ocurrido otros años, acompañando a las tormentas, como hiel marina. Todo consistía, entonces, en un pequeño esfuerzo, un rastrillo oxidado, para que finalmente nadie recordara que un día habían estado.

Así sobrevive la ingenuidad, a base de sueños colgantes, suspendidos en las estrellas; a base de mirar al cielo y limpiar los cristales que nos separan. Hasta que el vaho lo empaña todo... dejamos de ver los sueños, y simplente continuamos pegados al cristal, con el convencimiento de que han de estar ahí...

Y entonces, llegaron. Reunidas bajo las verdes aguas, con el faro lunar señalando su destino. Y se desplegaron. Una sombra cristalina, irisada, cubrió la arena.

Se despertó sobresaltada, cuando los quejidos de las algas flotaban en su duermevela. Al ver por la ventana, descubrió cientos de ellas cubriendo el manto dorado. Se habían organizado, eran más fuertes, más numerosas, latían en su agonía ofreciendo su veneno. Entre ellas, se alzaban las más oscuras, como un otoño inesperado.

No había suficientes manos.

Cuando las medusas se instalan, a veces la única solución es abandonar la playa.

Y se fue.