A sotavento

Aquel día había tormenta, a la playa llegaban cientos de caracolas asfixiadas entre las algas, algunas mutiladas, golpeadas sin piedad contra las rocas. Con el cubo en la mano, bajó corriendo el camino, mientras las gotas caían con tanta fuerza sobre su rostro, que apenas lograba mantener los ojos abiertos. La orilla estaba llena de pequeñas piedras, como si la arena se hubiera refugiado en alguna cueva secreta, o hubiese sucumbido a la fuerza del agua, rendida bajo sus remolinos de espuma oscura. El pelo le golpeaba las mejillas, convertido ya en multitud de tiras mojadas. Comenzó a llenar el cubo con las caracolas que pudo encontrar y rescatar del agua, los zapatos mojados, la ropa pegada, las manos agrietadas. Cuando rebosaban ya las conchas por el precipicio de plástico azul, subió la cuesta y las depositó en el estanque, antes de volver a hacer cuatro viajes más.
El viento fue amainando, y la lluvia cesó poco después. Con la ropa tendida sobre la silla, se secaba el pelo, tiritando de vez en cuando, pero con la sonrisa de quien se siente satisfecho, el objetivo cumplido, como si la posibilidad de haberse resfriado aportara un valor extra al sacrificio. Se acostó y soñó con niños que salían volando de sus casas derrumbadas, con caminos que llevaban a campos floridos, y cuevas donde aguardaban antiguas ciudades.
A la mañana siguiente, la playa comenzaba a recobrar su color, pese a que todavía quedaban los restos del desastre: montañas de algas ennegrecidas y rígidas formaban líneas paralelas al oleaje, algún trozo de madera errante, cristal mate y romo, piedras suaves y albatros como alarmas aéreas. Recogió una piedra pequeña y oscura con forma de media luna, y subió corriendo al estanque.
Varios peces rojos flotaban blanquecinos sobre el agua, entre los nenúfares, que comenzaban a amarillear... comprendió entonces que no había pensado en la sal. Enterró los peces en el jardín, y decoró la superficie con un gran corazón de conchas marinas...
La buena voluntad no siempre es suficiente...
5 Comments:
Me has hecho sonreir con ese final, escritora. Ya te daré la réplica.
Me han encantado las imágenes: el gran corazón de conchas marinas, el pelo de la niña convertido en tiras mojadas golpeando contra sus mejillas, las carreras contra la muerte, el cubo como un precipicio (desde la perspectiva de los pequeños moluscos), los sueños mágicos, la galería de objetos arrojados por el mar… Un texto cargado de nostalgia que se gana la complicidad del lector.
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"De repente se hizo el vacío: sobrevino una bajamar acelerada e inquietante, el agua se retiró dejando desnuda la piel de la Tierra. Algunos contemplaban perplejos los peces varados en la playa cuando, desde el horizonte, llegó la primera ola; una brutal apisonadora blanca que arrasó embarcaderos, casas y cuanta construcción encontró a su paso como si de frágiles maquetas se tratara. Un minuto más tarde, personas medio ahogadas se asían a troncos, los coches flotaban hacia el mar y las calles eran ríos emponzoñados. El puzzle de la civilización había quedado desbaratado en un instante.
Ella llegó a la mañana siguiente con el primer equipo de ayuda internacional. Apenas 40 años pero curtida en mil batallas a la miseria libradas sobre varios continentes, un rostro noble -el de las personas que exigen más a sí mismas que al mundo-, su cuerpo menudo y nervioso tenía un aire infantil que el pelo, recogido en una coleta, contribuía a acentuar. La voz, por contra, era pausada y transmitía una determinación sin límites. No pudo contener las lágrimas al ver la devastación desde el helicóptero, pero se secó los ojos claros y los vistió con la armadura de hierro de la fe. No había tiempo para eso, cuando la batalla está por comenzar los guerreros pacíficos avivan su fuego interior en silencio.
Durante una semana que pareció un enorme día apenas durmió. Tan pronto cerraba los ojos se levantaba sobresaltada, enfadada consigo misma por permitirse una tregua mientras la muerte ganaba terreno. No era médico, pero sabía primeros auxilios. Su labor era coordinar la llegada de nuevos voluntarios. Organizaba la logística con precisión milimétrica, como si viera la situación a ojo de pájaro y pudiera predecir las horas sucesivas. Siempre estaba allí donde era necesaria, reforzando los equipos operativos cuando una mano voluntariosa significaba la diferencia entre la vida y la muerte. Durante las pocas pausas para reponer fuerzas partía su ración escasa con los que lo habían perdido todo, y arengaba con sonrisas y caricias a sus compañeros para que no se rindieran a la desesperación; tenía la empatía de las personas que han vivido entre los parias del mundo y los niños.
Por la mañana llegaron al fin los transportes terrestres con un hospital de campaña, medicamentos y víveres. Ella suspiró al oír las bocinas que se mezclaron en el aire con las de los albatros. Al atardecer se permitió el primer descanso desde su llegada. El cansancio acumulado hizo flaquear sus piernas y tomó asiento en la arena de la playa. Estaba rodeada de restos que el mar había escupido; entre ellos, un cubo de plástico de color azul. Lo cogió del asa rota: dentro había una caracola desgastada que puso sobre su palma abierta, sintió las cosquillas de un ermitaño. Se alzó y caminó hacia la orilla sorteando el caos de objetos y espantando a su paso a las gaviotas que se disputaban aún peces putrefactos. Posó delicadamente la caracola sobre una roca medio sumergida, a sotavento, recordando un día de su infancia y otra playa ahora lejanos. Sonrió antes de volver a la lucha desigual.
Laberintos del tiempo, rimas de la vida.
Náufrago a la deriva, mientras buscas tu sitio en el Universo, no temas al fracaso; se aprende más de una sola derrota que de diez victorias."
Y lo dejo ya que sino entro también en un círculo vicioso de correcciones ;o)
:) Todas tus últimas palabras merecen que me tome mi tiempo para contestarte, y dado que esta semana tengo complicado lo de conectarme, te pido, editor, que me concedas algo de tiempo. Me han encantado tus noticias recientes. ;)
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