A sotavento

Aquel día había tormenta, a la playa llegaban cientos de caracolas asfixiadas entre las algas, algunas mutiladas, golpeadas sin piedad contra las rocas. Con el cubo en la mano, bajó corriendo el camino, mientras las gotas caían con tanta fuerza sobre su rostro, que apenas lograba mantener los ojos abiertos. La orilla estaba llena de pequeñas piedras, como si la arena se hubiera refugiado en alguna cueva secreta, o hubiese sucumbido a la fuerza del agua, rendida bajo sus remolinos de espuma oscura. El pelo le golpeaba las mejillas, convertido ya en multitud de tiras mojadas. Comenzó a llenar el cubo con las caracolas que pudo encontrar y rescatar del agua, los zapatos mojados, la ropa pegada, las manos agrietadas. Cuando rebosaban ya las conchas por el precipicio de plástico azul, subió la cuesta y las depositó en el estanque, antes de volver a hacer cuatro viajes más.
El viento fue amainando, y la lluvia cesó poco después. Con la ropa tendida sobre la silla, se secaba el pelo, tiritando de vez en cuando, pero con la sonrisa de quien se siente satisfecho, el objetivo cumplido, como si la posibilidad de haberse resfriado aportara un valor extra al sacrificio. Se acostó y soñó con niños que salían volando de sus casas derrumbadas, con caminos que llevaban a campos floridos, y cuevas donde aguardaban antiguas ciudades.
A la mañana siguiente, la playa comenzaba a recobrar su color, pese a que todavía quedaban los restos del desastre: montañas de algas ennegrecidas y rígidas formaban líneas paralelas al oleaje, algún trozo de madera errante, cristal mate y romo, piedras suaves y albatros como alarmas aéreas. Recogió una piedra pequeña y oscura con forma de media luna, y subió corriendo al estanque.
Varios peces rojos flotaban blanquecinos sobre el agua, entre los nenúfares, que comenzaban a amarillear... comprendió entonces que no había pensado en la sal. Enterró los peces en el jardín, y decoró la superficie con un gran corazón de conchas marinas...
La buena voluntad no siempre es suficiente...